La isla de Fidel - Primera parte-

A fines de 1966 Leopoldo Marechal viajó a Cuba para integrar el jurado del Concurso Literario de Casa de las Américas. La revista Primera Plana, le encargó entonces un reportaje sobre la vida en la isla. El texto de Marechal, una prueba más de su espíritu de cristiano viejo revolucionario, de su honda solidaridad con las luchas por la liberación de América latina, sobrepasó los límites de la censura impuesta por la dictadura militar y fue levantado de la revista cuando ya estaba impreso.
Crisis lo publica ahora íntegro como parte de esa necesaria y constante vuelta a la obra de quién fuera una de las figuras fundamentales del peronismo.

"¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más." Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
Cuando la "Casa de las Américas" me invitó a visitar la patria de Martí, como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:
—¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo "justicialista", hombre de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuestas a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1° "Hombre soy, y nada que sea humano me asusta", y 2° "El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer".
Cuba, nación bloqueada, tiene aún dos puertas exteriores de acceso a su territorio: una es Praga y la otra México. Las "Líneas Cubanas de Aviación" cumplen el esfuerzo heroico de unir la isla con esos dos puntos; dispone de sólo cuatro aviones Britannia, de 1958, que hacen prodigios con sus cuatro turbohélices, evitando los cielos hostiles del "mundo libre".
A mí me tocó entrar por México., En el aeropuerto de la capital azteca, tras esperar algunos días el azaroso avión de la Cubana, me topo con un colega del Perú y otro de Guatemala que también se dirigen a Cuba. Un agente del aeropuerto adorna nuestros pasaportes con un gran sello que dice: Salió a Cuba, inscripción insólita que atribuyo a un bizantinismo de la burocracia. Otro agente, lleno de cordialidad, nos toma fotografías individuales, hecho que confundo con un rasgo de la proverbial donosura mexicana.
—Esas fotografías —me aclara el guatemalteco— son para el F.B.I. de los Estados Unidos.
—Ignoraba que el F.B.I. se interesase tanto por un certamen de literatura —comento.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la "efebocracia" o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.
Los "carros" nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuarenta días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue "alfabetizada" y ya tiene una "conciencia social".
—Antes de la revolución —aclara—, yo no podía entrar en este hotel.
—¿Por qué no? —interrogo.
—Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Sí, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tutearnos con ellos y llamarnos "compañeros", diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.
En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra "humanidad" puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una suite fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. A quién se le ocurrió la idea de reunir a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por qué no?, me dije antes de llegar. Cuba fue siempre vivero de poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt:
"Eres los Estados Unidos,/eres el futuro invasor/de la América ingenua que tiene sangre indígena/que aún reza a Jesucristo y aún habla en español". ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y la señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe.

1 comentario:

  1. La Fundación Leopoldo Marechal se nutre para gestar eventos, publicar, etc. con los derechos de autor. Por tanto agradeceré retirar el texto de mi padre, Leopoldo Marechal.Le comento que pronto saldrá otra versión de La isla de Fidel, material ubicado entre los papeles que pude recuperar tras 38 años de reclamo. Gracias. Atentamente. María de los Ángeles Marechal (No ubico como remitir este mensaje en forma privada al creador/a del blog)
    www.marechal.org.ar

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