Dicen bien nuestros ancestros que cuando Dios creó el Universo, creándose a sí mismo, sin ser Él hijo de nadie y siendo Él padre de todos, se detuvo a contemplar su obra junto con los dioses que conforman las cuerdas que templan nuestras guitarras. Observaron, entonces, a los primeros humanos, a los primeros animales y a la selva, que por entonces lo era todo y decir selva y mundo era idéntica cosa. Conformes, se arrimaron a un fogón y se sentaron a matear con yerbas de la selva. Luego tiraron la yerba en un árbol y volvieron al cielo, olvidando el fuego encendido y el mate. Así, los primeros hombres conocieron a una vez el fuego y el mate.
Años después la selva se vio talando: unos pocos ajenos se fueron empachando con todo lo que Ñanderú había hecho para todos. De la selva huyeron miles, luego otros miles y más luego ya solo unas pequeñas enredaderas distraían al zinc de los nuevos ranchos, de las nuevas villas.
Ha llovido, entonces, y el agua anegada tropieza el trabajo. Decenas de manos recién llegadas, aún cansadas confundidas, levantan las chapas, las maderas, abren las zanjas. Las viejas preparan puchero, los niños juntan ramas, aprenden de los viejos.
Al primer día a la noche, ya se puede dormir. Entonces los recién llegados se acercan a un fogón y el cacique le acerca el mate al payé, quien ve lo que no se ve, y advierte: “se acerca, al fin, la tierra sin mal”. El mate comienza a girar entre las llamas.
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