
Arrasó: las guitarras, el cigarro, los heridos, el vino. La fiebre se prolongó por el río, y la guerra que acababa en la cara embarrada de López, anegada de aguas donde los yacarés y los sapukái se mezclaban, empezó a bajar. Los soldados caían en húmedos galpones, agarraban sus cuellos con desesperación, con odio de lo que no gustaban o no entendían, y los llevaba a cavar más fosas que las que esa guerra prometió cavar. Y bajó, como subió la guerra; por el mismo río. Bajó, más violenta que la pena latente en las milongas, abierta, con rabia, también anegada. Y llegó a la ciudad donde el monte se escondía bajo las baldosas, y la brisa de la ribera y el olor al desierto, eran presentes e imposibles, y llegó el pánico, la tierra, la suciedad, la misma sangre que el río subió. Entonces, los mismos carniceros, los dueños de los saladeros, de las tierras, de las armas, temieron el pus en sus casas, y se mudaron, para que los negros se ahoguen en sus conventillos agrios. Y los saladeros fueron sacados de esa ciudad, también siempre presente e imposible, y llevados al sur. Por la ribera, cada vez más al sur, por la ribera partida, de monte, anegada, nuestra. Y es por eso, en la cara empantanada de López, muerto, en la fiebre que invadió a la Buenos Aires, a una guerra, a los negros huyendo, a los saladeros migrados, que nace esta ribera, antes monte y pajonal. Se cifró la sudestada, la inundación, los vinos de la orilla, el trabajo del monte por la vid. Llegamos nosotros: indios, gringos criollos, negros. Donde comienza la ribera, el río de la plata, ese mismo río donde subió una guerra, y bajó una fiebre, y con ella nosotros. Y con nosotros, amigos, nuestra orilla: chapa, madera, vino, arena. El Yarará derrama vino en el piso, pisa la tierra, y concluye: con su permiso, salud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario