Nadie, en ningún aeropuerto del mundo, debió estar más ansioso por viajar que nosotros, esperando a la sombra de la cortina metálica del MPR. Domingo al mediodía. Un calor de perros. Al pasar, vecinas de Congreso nos miraban de reojo, desconfiadas, tomadas del brazo. Al acercarse, se apretujaban más, arrepentidas por no haber ido por la otra cuadra. Nosotros, sentados en la vereda, fumando, las mirábamos venir, oliendo su adrenalina, siguiéndolas con los ojos que se iban afilando a cada paso no por bronca sino por el sol que rebotada en el asfalto. Le adivinábamos el pensamiento. Estarían tratando de encajar nuestras caras en el arquetipo del inmigrante descontrolado que habían escuchado en la tele en boca de su Jefe de Gobierno días atrás. Se fueron y vinieron otras. Era como una procesión indefinida.
Nosotros, a su pesar, estábamos felices, brindando con Cepita de manzana, mientras Fernando abría y cerraba la tapa de la heladerita sacando gaseosas de todos los colores.
Juan, a esa hora y bajo los efectos de casi 48 horas sin dormir, se abanicaba como podía con una cajita de DVD. Y no era cualquier abanico. Adentro estaba el video de la agrupación, el que había terminado para el acto de cierre. Había algo azul que también saltaba fuera del estuche. ¿Era la Mística, el suelo de la Patria sublevada, la risa de los felices?
No sabíamos, pero lo veíamos temblar.
Decidimos entrar. Esperar los micros lejos de la sacudida del sol. Adentro de nuestra Casa, las compañeras repartían el sustento alimenticio: galletitas amasadas a mano dentro de un taper enorme, pasta frola, sánguches de milanesa, bizcochitos Don Satur, mate caliente, mate medio lavado, todo teñido del olor a tinta de las Oveja Negra recién traídas de la imprenta.
Y el micro que no llegaba más. Pero los que llegaban eran los compañeros. De un momento a otro, la Casa parecía una escuela en la hora del recreo. Alguien hablaba de candidaturas mientras otro recitaba la letra de un tango, esa parte que dice:
Cuando no tengas ni fe
ni yerba de ayer secándose al sol.
Otro ponía a cargar pilas, se destapaban gaseosas y otra vuelta más de galletitas en forma de estrella.
Y el micro llegó. Y no llegó solo sino que aterrizó con otro cargado de compañeros de la Regional Oeste. La cresta de Amanda arañaba el vidrio. Nos repartimos al azar. No habíamos hecho dos cuadras que ya estábamos preguntándole al chofer si faltaba mucho para llegar, si sabía cuánto le ponía hasta Punta Indio metiéndole pata. Alguien arrancó el póster central de la revista y lo pegó en el vidrio delantero. El viaje de ida consistió en: preguntarnos a cada rato qué estarían haciendo los chicos en el campamento, partidas de truco, ver a Sebastián oficiar de azafato repartiendo pasta-frola y bebidas por el pasillo, escaparle a Daniel que nos sacaba fotos como un verdadero reportero gráfico de Caras (no se salvó ni el chofer), dormir, comer más pasta-frola esta vez de manos de Grace, cargarlo a Silvano por sus anteojos negros que lo hacían parecer a no sé quién, leer desesperadamente los carteles de la ruta y calcular los kilómetros que faltaban recorrer todavía.
-¿Ya pasamos el Río de La Plata?- preguntaba Pamela.
Majo dormía bajo su sombrero nuevo.
Cuando llegamos, los de atrás escuchamos la voz en off de Silvano diciendo:
-Vayan bajando que hay un regalo para todos.
Iba metiendo las manos en una bolsa como una especie de Rey Mago, sacando las remeras del MPR. Era algo esperado por todos. Nos pusimos las remeras ya pisando suelo de Punta Indio, sonriendo como pibes de 5 años. Mirabas alrededor y hasta donde llegaban los ojos había alguien con las letras blancas en la espalda y la estrella federal en el corazón.
Te cruzabas con alguien y le decías hola, compañero aunque nunca te hubieras visto antes ni por feisbuc. Se mezclaban el acento cordobés con promesas de viajes, fotos, un fulbito en la plaza.
Estábamos en la esquina con Fernando cuando nos dijo:
-Che, miren eso.
Y señaló hacia atrás, hacia donde habían estacionado los micros. El horizonte del campito verde estaba sembrado de remeritas negras, banderas del MPR y la JP Descamisados, parecían miles, saltando, cantando, viniendo hacia nosotros, como una promesa, un sueño que se cumple.
De a poco nos fuimos reencontrando con los cumpas que estaban acampando desde el viernes. Los Mellis, Emiliano, Rocío, Pema. Estaban todos afónicos. De cantar, de debatir en comisiones, de reirse. Las veces que habrán cantado el cantito de la Jotapé. Hasta dormidos lo habrán cantado.
Entramos todos juntos al club. Había banderas enormes en todas las paredes. Rodeamos el escenario, escuchando las palabras de los referentes, sintiendo la misma emoción de Marcelo, de Dante, de Ernesto, de las compañeras y compañeros históricos, venidos de distintas resistencias que en el fondo es siempre la misma, la misma resistencia que te multiplica en el tiempo, que te pone en el cuerpo del que viene después; Santiaguito, de Secundarios, que agarró el micrófono y habló como si tuviera una tormenta en la voz, esa que golpea desde el 55 o desde la Noche de los Lápices. Ahí abajo, cerca del parlante, estaba Marga abrazada a otra compañera. Se mordía los labios, era tanto el amor que le inundaba el cuerpo. Y Fede cantando su mejor canción, la que mejor entona, la que canta desde ese día de las patas en las fuentes, desde el Cordobazo, desde el adiós a Néstor.
No tenemos una cara en particular sino la de todos. Ni siquiera una edad definitiva. Ni un nombre. Andamos por ahí mezclando la experiencia, la inexperiencia, saltando la rayuela de la Historia con las piedritas que alguien nos dejó a mano o que todavía ni siquiera encontramos. Solamente sabemos. Vamos caminando, saltando, tropezando.
A fuerza de mirar ese cuadro de Evita pegado en la heladera desde que éramos pibes, con el sueño que nos propuso Néstor todavía con su voz latiendo en los oídos y el Viva Perón tatuado en la boca.
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Donde sale la Turba
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