Breve historia de la migración interna

Por Mariano Dubin
La villa es el espacio ominoso del buen circular burgués. Allí se interrumpe el trazado urbano que desde la Colonia es la Ley hecha ciudad: la tranquilidad de saber que un plano explica una urbe. Los pasillos, las calles de tierra, la proliferación de perros y gallinas: todo parece atentar a cómo se debe pensar una ciudad. La villa, de hecho, es la otra historia nacional, la que explica que el discurso liberal es una quimera.
No sólo se interrumpe la ciudad burguesa, se interrumpe su historia. (El puerto se interrumpe.) La villa tiene otro relato que comienza con el fracaso del federalismo en el siglo XIX. Cuando Saa, López Jordán y Varela son derrotados termina una historia: la posibilidad de hacer un país federal. La muerte de Solano López y la destrucción del Paraguay acelera el proceso de inserción de capitales británicos en la Argentina, la dependencia económica, la construcción del Estado liberal y la desaparición del pensamiento nacional (que se explicita entre la Ida de “Martín Fierro”, el héroe criollo que se une a la indiada porque la civilización está podrida y la Vuelta, donde el héroe vuelve a avalar la civilización frente a la barbarie.)
Las provincias del Norte que alguna vez supieron ser el centro del país se fueron convirtiendo en satélites económicos de la ciudad puerto. Hacia 1930 se concentró la migración interna del país: las provincias fueron prácticamente despobladas de jóvenes. Correntinos, riojanos, salteños; desde las provincias más pobres del noroeste y noreste se migraba. La economía del interior, que alguna vez supo ser próspera, estaba vaciada. La tierra se concentraba en pocas manos y no existía ningún tipo de producción independiente. Entonces las villas se hicieron un laboratorio de la nueva cultura popular, nacional e indígena migrada en la boca del puerto. Se mezcló el kolla del altiplano con el quichua santigueño, el toba del Chaco con el guaraní de los Esteros. La cultura criolla renació en la capital gringa: en el Palermo Palace, en medio de la ciudad de hijos europeos, se bailaba chamamé y milonga.
El mestizaje del interior se desparramó en una lugar que se sintió otra vez ocupado, como un siglo antes cuando Sarmiento advertía el peligro de la barbarie rural invadiendo la ciudad occidental. Apuntaba Cortázar sobre los “negros” (“Las puertas del cielo”, 1951): Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más bajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas.
Para entonces, la barbarie tuvo otro líder y otra revolución. No es casual que haya sido Perón, en 1954, quien devolviese al Paraguay los trofeos de guerra saqueados durante la guerra fraticida. Hoy, la historia del mestizo, del guaraní, de las milongas y el chamamé, de la cultura de las provincias, de la cultura villera es la gran deuda de la cultura nacional. Sin conocer nuestra historia, sin reivindicar nuestro origen mestizo, nuestra cultura indígena y criolla, se desdibuja cualquiera apelación a la cultura popular.
Las villas, los barrios obreros, los asentamientos son nuestra épica del siglo XX: la migración, la ocupación de tierras fiscales, el enfrentamiento con la policía, la propia voluntad de levantar los ranchos, abrir las zanjas, lograr el alumbrado público. Fueron la conciencia del 17 de Octubre, la resistencia del peronismo exiliado; allí donde la Dictadura fue más violenta. En los `90, cuando la clase media alta vendió al país por sus cuotas personales, en las villas nacieron las grandes resistencias al liberalismo. La letra “El fortín” de Yerba Brava (“100% villero”, 2001) lo relata: “Me quieren correr, nos quieren barrer / me tiran el rancho y el tuyo también / dicen que mi barrio esta lleno de hampones / que solo es un fuerte de droga y ladrones. / En sólo una hora se llenó de botones / para tirarlo abajo y levantar mansiones/ (…) Y ahora tirado estoy / debajo de un puente voy / porque somos marginados / en pelotas nos dejaron. / Y ahora tirado estoy / donde vamos a parar / quemen gomas en la calle / que mi fuerte hay que salvar.


Este texto es una continuación del ya publicado en el blog como “La negritud como estética. Política y poesía en la cumbia villera” y pertenece al libro Pensar el Bicentenario

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